“Como oyó que estaba enfermo, se quedó aún dos días en aquel lugar donde estaba.” Juan 11:6
El comienzo de este maravilloso capítulo encontramos la afirmación siguiente, “Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro.” Esto nos enseña que en el mismo corazón y en el fondo de todas las intervenciones de Dios para con nosotros, por muy negras y misteriosas que puedan ser, debemos tener valor para creer y afirmar en el infinito e inmutable amor de Dios. El amor permite el dolor. Las hermanas nunca dudaron que Él se apresuraría a toda costa y evitaría la muerte de su hermano, pero , “Cuando oyó que estaba enfermo, se quedó aún dos días en aquel lugar donde estaba.”
Él se abstuvo de ir, no porque no los amaba, sino porque los amaba. Sólo su amor le detuvo el apresurarse inmediatamente a aquella casa querida y desconsolada. Cualquier otra cosa que no hubiese sido su amor infinito, se hubiese apresurado a acudir en aquel mismo instante a consolar aquellos corazones abatidos y amados, para evitar si aflicción y tener el gozo de limpiar y retener sus lágrimas y devolverles su felicidad.
Sólo el amor Divino podía refrenar la impetuosidad de la ternura del corazón del Salvador, hasta que el Ángel del Sufrimiento hiciese su labor.
¿Quién puede calcular lo mucho que debemos al sufrimiento y al dolor? Si no fuese por ellos, tendríamos muy poco espacio en que ejercitar las facultades de muchas de las principales virtudes de la vida Cristiana. ¿Dónde estaría la fe si no existiese la prueba para probarla, o la paciencia, sino tuviese nada que soportar o la experiencia, si no existiese la tribulación para desarrollarla?
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