miércoles, 20 de septiembre de 2017

El conde y el vendedor de Alfombras

El Conde y El Vendedor De Alfombras

Hace muchos años en una
gran ciudad vivía un judío religioso muy rico, comerciante de alfombras.



Un Shabat a la noche estaba
con su familia, en la comida sabática. De repente golpearon a la puerta y entro
un mensajero del conde.



-Perdonadme la interrupción
-dijo el mensajero-. Me ha enviado el conde pues hoy a la noche tiene una gran
fiesta en el palacio y quiere obsequiar a sus invitado con alfombras. He venido
para que usted se las envíe enseguida.



-Lo siento mucho, pero no
podré complacer el pedido del conde. Para nosotros, los judíos, hoy es el
santo Shabat y tendrá que esperar hasta mañana a la noche.

-¿Que clase de respuesta es
esta?, dijo el mensajero riendo, ¿Como va a esperar el conde hasta mañana si
es hoy cuando las necesita?

-Pues yo no puedo dárselas
hoy, ya que en Shabat esta prohibido negociar, dijo el comerciante. Que el conde
me perdone. El mensajero se fue, pero regreso a poco tiempo con una carta de su
amo.

“Necesito sin falta las
alfombras -escribía el conde- te pagare el doble o el triple de su valor, pues
no puedo conseguirlas en ningún lado. Pero, si no me las das te arrepentirás,
piensa bien lo que haces. No te conviene perder un cliente como yo.”
El judío leyó la carta y
respondió al mensajero.
-Dile al conde que hay
Alguien Superior a el y al que debo obedecer. No quiero perder un cliente tan
bueno, pero no puedo hacer otra cosa.
Al finalizar el sábado el
comerciante recibió una notificación para que se presentara en el palacio del
conde.
Su familia estaba asustada y
rogó para que no le pasara nada.
El hombre con valentía, se
encamino hacia el palacio.
Ante su gran sorpresa, el
conde salió a recibirlo y lo saludo amablemente.
-Perdonadme -le dijo el
conde-, por haberte molestado. Tengo un amigo, continuo el conde, que me dijo
que el no tenia confianza en los judíos, que ellos solo buscan el dinero y por
el dinero eran capaces de vender su fe. Decidí entonces probarte y has pasado
muy bien la prueba.
Pude demostrarle a mi amigo
lo equivocado que estaba, te agradezco mucho.
Así el
conde y el judío siguieron siendo muy buenos amigos.

El secreto de la familia Rotshchild
Los ciclos de la vida-pobreza y riqueza
El baal shem tov y los pobres
La vergüenza por las malas acciones
Los ahorros tan deseados
Cada uno y lo que responde


Cana uno y lo
que le corresponde

por
Rabí Zevulún Weisberger

Las palabras salían de la
boca de Adina tan rápido que sus padres sonrieron y dijeron: -Despacio, Adina.
¿La señora Gruen quiere que hagas qué? La pequeña Adina Gross de doce años
explicó: La señora Gruen, una profesora de piano, vivía a unas cuadras de la
casa de la familia Gross en Tel Aviv. Ahora que su bebita, Tsivia, tenía unos
meses, la señora Gruen había empezado a dar clases de piano por las tardes. La
señora Gruen había contratado a Lea Levy para que cuidara a Tsivia y lavara
los platos del almuerzo durante su ausencia. Hoy Lea estaba enferma y cuando la
señora Gruen vio a Adina en el makolet (almacén) esa mañana, le pidió que
fuera a cuidar a su bebita.



No muchos podían pagar una
niñera en Tel Aviv en los años cincuenta. Había tantas cosas que una niña
deseaba a los doce años y que su familia no podía darle… y este trabajo le
ofrecía la posibilidad de hacer realidad algunos sueños propios.



-¡Fue tan divertido, Ima!
-dijo Adina emocionada-, y tan fácil. Sólo una bebita para cuidar y unos
cuantos platos del almuerzo para lavar. Hice todos mis deberes y me pagó ¡una
lira la hora! Cuando volvió dijo que hice un buen trabajo. Le dije que podía
ir todos los días si quería y estuvo de acuerdo. Le dije que primero les tenía
que preguntar a ustedes pero estoy segura de que me van a dejar, ¿no? ¿Aba,
Ima?, terminó esperanzada.



El señor y la señora Gross
se miraron, algo estaba mal. Finalmente, el señor Gross dijo: -Adina, mamá y
yo tenemos que hablarlo, pronto tendrás una respuesta.



Adina deseaba muchísimo el
trabajo de niñera. Era casi demasiado bueno para ser real, ¿por qué no estarían
de acuerdo sus padres? El señor Gross volvió a la habitación y se sentó al
lado de su hija.



-Adina -dijo despacio.



-¿Sí, Aba? Puedo hacerlo,
¿no? -preguntó. -Adina, me temo que no. No estaría bien.



Adina no lo podía creer.



-Pero… pero ¿por qué? ¿Qué
tiene de malo ser niñera para la señora Gruen?



-Pensémoslo un minuto -dijo
el señor Gross-. Contame otra vez cómo conseguiste este trabajo.



Adina repitió la historia:



-La niñera de la señora
Gruen, esta chica, Lea, estaba enferma y hoy no pudo ir. Entonces, la señora
Gruen dijo que podía tomar el trabajo en vez de Lea. ¿Qué tiene de malo eso?



-Vos lo acabás de decir
-dijo el papá de Adina-. Le sacaste el trabajo a Lea. ¿Por qué tiene que
perder el trabajo, que por lo que sabemos lo necesita muchísimo, por haber
estado enferma un día?



-Pero, Aba -protestó Adina-
¡la señora Gruen me dijo que podía tomarlo! Nunca voy a encontrar un trabajo
como éste. ¿Y quién dice que Lea lo necesita más que yo? -agregó mientras
pensaba en la nueva mochila y en otros pequeños lujos que ahora, nuevamente,
estarían fuera de su alcance.



-Adínale, la señora Gruen
estaba completamente satisfecha con Lea hasta que vos te cruzaste y le pediste
el trabajo. Hasagat guebul, sacarle el trabajo al prójimo, es un cuestión muy
seria. ¿Es eso lo que querés hacer? Y en cuanto a otro trabajo, ¿quién sabe?
HaShem le da a cada uno exactamente lo que le corresponde. Si se supone que vas
a tener dinero extra, lo tendrás. Si no, no. No puedo permitir que le saques el
trabajo a otra persona. Pensálo -le dijo al irse de la habitación.



Adina quedó pasmada. Mordiéndose
los labios y apoyando una mano contra sus mejillas repentinamente hirviendo,
murmuró:



-Enseguida vuelvo -y se fue
de la casa.



El panorama cotidiano de una
típica tarde tranquilizó a Adina y empezó a caminar. Enseguida llegó a su
parque favorito de la calle Grusenberg. Sentada en un banco vacío, repasó
mentalmente la conversación con su papá. Adina todavía no podía entender su
comentario que “si es tuyo, lo tendrás. Si no, no.” ¿De verdad es así?



Adina observó a dos
mujeres, parecían madre e hija, que vinieron al parque y se sentaron en un
banco cerca de ella. Sacaron unos sandwiches, se lavaron en una fuente cercana y
hablaron mientras comían.



“Parecen
contentas”, pensó Adina, “imagino que no perdieron sus
trabajos”.



Seguía oyendo las palabras
de su padre una y otra vez: “HaShem le da a cada uno exactamente lo que le
corresponde”. Deseaba poder creerlo.



En un momento, las mujeres
se marcharon, seguían sonriendo y hablando. Estaban demasiado concentradas en
la conversación para darse cuenta de que las bolsas de papel de los sandwiches
se habían caído debajo del banco donde se habían sentado.



El próximo en aparecer por
el parque fue un hombre que obviamente era un mendigo. Adina se sobresaltó,
nunca había visto a nadie tan patéticamente pobre. Su vestimenta no era más
que trapos emparchados. Los zapatos estaban rotos. Llevaba una vieja bolsa
andrajosa en el hombro. Con ojos hambrientos, el hombre exploraba el parque.
Cruzaba por el pasto de un banco a otro recogiendo basura y examinándola. Volvía
a tirar los papeles al piso pero cuando encontraba trozos de comida: mendrugos
de pan, frutas tiradas, pedazos de galletitas, las envolvía cuidadosamente y
las ponía en la bolsa.



Adina estaba horrorizada. ¡El
pobre hombre tenía que recoger basura en la calle para comer! Se lamentó de no
tener nada para darle ya que había salido de su casa sin nada. Observó cuando
se agachó en el banco cercano a ella, donde habían estado las mujeres. Con una
sonrisa de satisfacción, miró las bolsas que habían dejado. En una encontró
un sandwich, en la otra unas galletas partidas. Casi cariñosamente, envolvió
su tesoro y lo puso en la vieja bolsa. Con una última y rápida mirada por el
parque, el mendigo se marchó.



“Creo que no estoy tan
mal”, pensó Adina, “¿cómo imaginarse tener que vivir de
basura?”



De repente, para sorpresa de
Adina, las dos mujeres volvieron, pero ya no sonreían. La más joven estaba pálida
y casi llorando. La mayor corrió al banco donde se había sentado, se agachó y
empezó a buscar entre el pasto. La joven se dirigió a Adina:



-¿Viste a alguien en ese
banco recogiendo algo, mirando? -Claro, sí -contestó Adina-. Había un mendigo
ahí, buscando comida. Creo que encontró algo de pan y galletas, ahí donde
estaban sentadas -dijo señalando el banco-. Las puso en su bolsa. Parecía
contento cuando encontró tus bolsas.



-¡Oh, no! -dijo la joven
lloriqueando-. Entonces, lo debe haber encontrado. Ahora nunca lo recuperaré.



-¡Javá, Javá, lo tengo!
¡Lo encontré! Estaba justo acá, debajo de una pata del banco, en el pasto
-gritó la madre.



-Baruj HaShem -susurró Java
al sentarse al lado de Adina. Su madre le dio una cajita blanca que ella abrió
y mostró a Adina.



-Mirá -dijo.



Adina abrió los ojos.
Dentro de la caja había un hermoso reloj de oro.



– Me acabo de comprometer y
mi Jatán (novio) me regaló esto -explicó Javá al cerrar la cajita.



Adina asintió y dijo:
-“Mazal Tov”.



-Se lo mostré a mi mamá y
vinimos al parque a almorzar -continuó la joven-. No me lo puse todavía porque
primero quería que lo viera mi padre. Luego, de camino a casa, vi que no lo tenía.
¿Te imaginás el miedo que tuve cuando dijiste que un mendigo había recogido
nuestras bolsas? Pero Baruj HaShem, está acá. Sin embargo, no puedo entender cómo
no lo vio. Estaba justo ahí.



Javá se paró, saludó y se
fue del parque con su madre sonriendo nuevamente. Adina también se paró para
irse. Mientras regresaba a casa, pensó: “¡Qué historia! Un reloj de oro
estaba ahí, frente a él y ni siquiera lo vio. Si hubiera encontrado ese reloj,
habría tenido suficiente dinero para comprarse comida durante meses. Pero, en
cambio, todo lo que encontró fue un pan viejo. Creo que realmente no se suponía
que ese reloj fuera para él, por eso no lo encontró. Aba debe tener razón.
Cada uno recibe lo que es para uno, ya sea pan o relojes de oro o… trabajos de
niñera” pensó, sonriendo tristemente. “Es todo tuyo, Lea.



Si
necesito un tabajo, encontraré uno en alguna otra parte. ¡Si se supone que lo
tengo que tener… lo tendré!”

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